De pequeña, mi madre solía decirme:
“Intenta
no mentir nunca. Antes de decir una mentira, quédate callada. La
fama de mentirosa en el colegio se coge rápidamente, pero
cuesta mucho quitarse ese san benito de encima”.
Pronto me di cuenta de que el silencio era mi alma gemela.
Me gustaba observar a la gente mientras dialogaban; yo iba contando los silencios de cada intervención. Si alguien decía una barbaridad, sin ton ni son, pensaba: “No le ha dado coba al silencio, y se ha precipitado. No ha pensado bien lo que ha dicho”.
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